El péndulo argentino
Por Guillermo Hang* y Norberto E. Crovetto**
No hay proceso de crecimiento económico que no tenga la inversión como la variable central. Sin embargo, es fruto de gran controversia en el pensamiento económico. Debemos hacer la distinción entre la inversión decidida por empresas privadas de la que decide el Estado (en todos sus niveles, incluidas las empresas públicas), pues responden a distintas características, incentivos y motivaciones.
La inversión privada es irreversible. Si la demanda no es suficiente para utilizar la nueva capacidad productiva, se genera un costo hundido. Corolario de ello es que el grado de utilización de la capacidad de producción y el nivel de ventas son claves para la decisión de invertir. La incertidumbre del futuro de la economía adquiere una importancia primordial, y es aquí donde influye la concepción que tienen los distintos actores (empresarios, políticos, trabajadores, analistas) sobre el proyecto de país, donde la política económica adquiere plena dimensión.
En general, suelen oponerse dos enfoques, el ortodoxo y el heterodoxo. Para el primero la mejor política económica se basa en un Estado poco interventor que asegure la vigencia de la llamada ley de ventajas comparativas, de manera de incentivar eficientemente la inversión privada en los sectores de mayor productividad. El segundo realza el rol del Estado en el sostenimiento de la demanda, sin la cual pierden sentido las inversiones. Hay un círculo virtuoso: el crecimiento acelera la inversión. Sin embargo, ninguno considera la evolución histórica de la economía nacional. Decía Marcelo Diamand en El Péndulo Argentino, la falta de viabilidad de ambas políticas “se debe a la inadecuación de los modelos intelectuales en los que se basan (...) a la realidad”. Y más adelante agrega, sobre la necesidad de industrializar: “No sólo tiene las consecuencia deseadas de elevar la ocupación y el consumo y modernizar la sociedad, sino que el proceso lleva a la aparición de un nuevo modelo económico (...), con una problemática diferente de la del modelo tradicional que sirve de base al pensamiento económico vigente”.
Este modelo interpretativo lo ha denominado estructura productiva desequilibrada (EPD), donde conviven dos sectores con productividad diferente: el sector primario, con productividad similar a la internacional y que exporta a precios internacionales, y el sector industrial, con una productividad relativa menor e imposibilitado de exportar a dichos precios. Así la EPD, para alcanzar un crecimiento económico sostenido, tiene su talón de Aquiles en el cuello de botella del sector externo. La insuficiencia de divisas crónica impide la continuidad de políticas expansivas que aceleren la inversión.
El choque entre los preceptos y la realidad nacional trae consecuencias dramáticas. Frente a políticas económicas expansivas, los empresarios desconfían, demorando inversiones y agravando la posibilidad de seguir creciendo. Ganan plata pero no creen en su continuidad y por tanto no reinvierten. Al revés, manifiestan su conformidad frente a políticas liberales que suelen traer pérdidas. Tanto por la “esperada” crisis por escasez de divisas en el caso expansivo, como por la adecuación a un menor nivel de actividad por las posibilidades del sector externo en el caso ortodoxo, la inversión está secularmente cuestionada y su tendencia es a ser baja.
Este divorcio entre las ideas y la realidad no es casualidad, requirió de una intervención estatal contraria a las actividades económicas que no le eran funcionales a la EPD y apoyando las que sí. Uno de los elementos históricos clave es la política respecto del tipo de cambio de fines del siglo XIX. Dice A. G. Ford: “La estructura económica y política era tal que un papel moneda depreciado (en términos de oro) trasladaba la distribución del ingreso a favor de los intereses terratenientes y exportadores y en contra de los asalariados (...). La clase terrateniente, aunque rica en tierras, había incurrido a menudo en deudas hipotecarias fijas en términos de pesos papel, y un papel moneda depreciado significaba que las deudas podían ser pagadas en su valor nominal, pero a un costo real o de producto menor”.
Si se compara la evolución de la inversión privada con la pública se observa que mientras la primera es volátil, la segunda sostiene un aumento de más de tres puntos del PIB, desde el 2008 a la fecha. Nuestra historia nos plantea un reto: la última década conjugó alto crecimiento con sustentabilidad externa, pero a menos que se modifique la estructura de incentivos que forma y reproduce la EPD, resultará cada vez más difícil seguir por la misma senda y, finalmente, salir del “péndulo”. Es aquí donde la inversión pública juega un rol aún más importante, pues no tiene la imperiosa necesidad de regirse por los principios de ventajas comparativas y rentabilidad privada, incentivando el crecimiento de sectores no tradicionales, la industria y el conocimiento, diversificando las exportaciones y generando mayores posibilidades de empleo de calidad.
* Economista UNLP.
** Profesor de Crecimiento Económico FCE UBA.
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