Mostrando entradas con la etiqueta obra pública. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta obra pública. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de noviembre de 2018

Los impuestos en la Edad Media para el financiamiento de obras públicas

¿Cómo se financiaban las obras públicas en la Edad Media?


La sisa era un impuesto que descontaba una cantidad de ciertos productos 


Pago de impuestos en la Edad Media.


Javier Sanz | El Economista


Antes de la caída del Imperio romano de Occidente en el siglo V, momento que la historiografía establece como el fin de la Antigüedad y comienzo de la Edad Media, de las obras públicas se encargaban los publicani y la financiación corría a cargo de las arcas del Estado, por orden del Senado durante la República y por el propio Emperador durante el Imperio, o de los magistrados, los cargos públicos de Roma.

Las conquistas de la República implicaban cuantiosos botines de guerra, nuevos ingresos vía stipendium (tributo que debían pagar las ciudades vencidas) y vastas extensiones de tierra, pero tras la correspondiente celebración del triumphus había que gobernar y administrar los recursos de las nuevas posesiones, además de satisfacer las necesidades de los paisanos que las habitaban, ahora sometidos.

Y aunque todos los caminos conducían a Roma, sus tentáculos administrativos no eran lo suficientemente largos para llegar hasta donde se requería, así que tuvo que servirse de terceros, los publicani. Los publicani eran empresarios privados o incluso sociedades (societates publicanorum) a los que se recurría para la construcción de la obra pública civil (acueductos, cloacas, calzadas...), la religiosa (templos), la de carácter propagandístico (estatuas, monumentos...) y la cultural (anfiteatros, teatros, circos...), además de la reparación cuando se deterioraban.

Una vez que el Senado había aprobado el gasto y presentadas las ofertas en papiro o pergamino enrollado y lacrado, los censores estudiaban las ofertas y adjudicaban la obra al proyecto que reuniese la mejor relación calidad/precio. Aunque en teoría el Senado controlaba la toma de decisiones de los censores, ser generoso con éstos o pertenecer a su círculo de amistades hacía que tus posibilidades de éxito aumentasen proporcionalmente a tu generosidad o grado de amistad. Durante el Imperio, el Senado fue perdiendo poder en favor del Emperador y convirtiéndose en poco más que un órgano consultivo.

La mayoría de los cargos públicos en Roma tenían periodicidad anual, no estaban remunerados y, en algunas ocasiones, eran desempeñados por dos miembros por aquello de no acaparar poder. Al no estar remunerados, sólo los candidatos de familias pudientes y con recursos podían ser candidatos, ya que debían financiar de su bolsillo las campañas electorales e incluso todos los gastos durante su mandato. Y no eran pocos, porque para ganarse el favor del pueblo costeaban obras públicas o financiaban espectáculos (teatro, carreras de cuadrigas, lucha de gladiadores...). Pero no sufráis por ellos, para unos era un gran honor -lo que hoy se podría llamar un servicio público-, y para otros era una inversión de futuro -para llegar a un puesto vitalicio en el Senado, el cementerio de elefantes-.

Los impuestos indirectos de los pueblos germánicos y los señores feudales


Con la desintegración de las estructuras centralizadas de Roma el poder se dispersó entre los pueblos germánicos y posteriormente entre los señores feudales, sustituyendo el modelo productivo esclavista por una relación de servidumbre entre el noble y sus vasallos. Lógicamente, cada uno de estos señores (reyes, condes...) debía encargarse de dotar a su reino o feudo de las estructuras necesarias: puentes, molinos, norias, fortificaciones, acequias... Tampoco hay que preocuparse por ellos, ya que toda esta inversión se repercutía directamente vía impuestos en sus vasallos. Como por ejemplo, la alfarda (pago por el aprovechamiento del agua de las acequias), el herbaje (pago por aprovechamiento de los pastos), el montazgo (impuesto sobre los ganados y adeudado por el tránsito), el diezmo (gravamen correspondiente a la décima parte de las cosechas que recaudaba la Iglesia y servía para el mantenimiento del clero), el alhondigaje (impuesto por el depósito de mercancías), la alcabala (impuesto que gravaba el comercio de mercancías), cuatropea (impuesto sobre la venta de ganado), las banalidades (pago en especie por el uso del molinos u hornos comunitarios), el terrazgo (renta que se paga al señor de una tierra por quien la trabaja), los portazgos (impuesto que se exigía en las puertas de las ciudades y villas y que gravaba las mercaderías que los forasteros introducían en ellas para su venta), los pontazgos (similar al anterior, pero se paga al cruzar puentes)...

Además, todos estos impuestos medievales eran indirectos -se aplicaban independientemente de la capacidad económica y gravaban la producción, el comercio o el consumo-, repercutiendo casi en exclusiva en el pueblo y beneficiando a la Corona, la nobleza y el clero.

La sisa, el impuesto que descontaba una parte a ciertos productos


Caso aparte merece la sisa, impuesto que consistía en descontar en el momento de la compra una cantidad en el peso o medida de ciertos productos, normalmente un octavo. La diferencia entre el precio pagado y el de lo que realmente se recibía (sisa) era el gravamen que iba al fisco. Aunque inicialmente este impuesto estaba destinado para necesidades financieras extraordinarias y puntuales, resultó tan eficaz que terminó por convertirse en un tributo permanente. La Corona podía recaudarlo directamente o delegar en las instituciones locales, lo que suponía para el rey una manera de conseguir dinero por adelantado que salía de las arcas municipales. Visto que era un impuesto seguro -la maldita costumbre que tiene el pueblo de comer todos los días y más de una vez-, los municipios también quisieron sacar tajada de la sisa y comenzaron a recaudarla directamente en beneficio de sus propias arcas y no de las de la Corona. Eso sí, siempre con autorización real o de las Cortes y especificando en qué se iba a emplear la recaudación.

¿Y a qué productos se les aplicaba este impuesto? Pues dependía de cada municipio, pero generalmente a bienes de primera necesidad como el pan, la carne, el aceite, el vino... por lo que era uno de los impuestos más impopulares. Opinión muy distinta tenían de la sisa los que la recaudaban, porque estuvo en vigor desde del siglo XIII hasta 1845 y, la verdad, sirvió para mejorar las infraestructuras, para la dotación de servidos y para hacer frente a desastres naturales, como por ejemplo la sisa del vino en Avilés (1485) para reparar lo destruido por el fuego; la de San Sebastián sobre las "cosas de comer" (1489) para reparar las torres y puentes; la de la carne en México (1529) para financiar la conducción de agua; la del vino de Burgos (1569) para financiar inversiones en el abastecimiento de agua o la de 1582 para la reparación del puente de Santa María tras una riada; la del pescado de Sevilla (1596) para fortificar Cádiz; la de la carne y el vino de Santiago de Compostela (1602) para reparar las fuentes y calzadas; la del vino de la Plaza (1618) para construir la plaza Mayor de Madrid; la de carne de Baeza (1625) para la canalización del agua; la de la Salud sobre el vino y el carbón (1637) para hacer frente a una epidemia de peste en Málaga; la del carnero en Madrid (1644) destinada a los hospitales; la del tabaco de Madrid (1673) para atender urgencias... También las hubo para gastos más superfluos, como la sisa del cuarto de palacio de Madrid sobre la carne (1638) para construir un habitación en el Palacio para doña Margarita de Austria, la del cacao y el chocolate (1676) para "otros" gastos de la monarquía o la del hierro y los metales (1679) para "las fiestas y regocijos del casamiento y recibimiento de la reina doña María Luisa de Borbón"; e incluso para fines bélicos como la del tocino y el vino de 1656 para la guerra de Flandes o la del azúcar en 1660 para la guerra de Portugal.

Como hemos visto, por lo menos en los grandes núcleos, el recurso más habitual para financiar los gastos de infraestructuras desde la Baja Edad Media hasta la mitad del XIX fueron las sisas.

martes, 25 de agosto de 2015

Costo añadido a la obra pública en España

El coste añadido de las obras faraónicas
España está salpicada de caras infraestructuras y edificios emblemáticos que, una vez terminados, son infrautilizados y suponen un sumidero de dinero público
AITOR BENGOA - El País


Labores de reparación de los desperfectos en el edificio L' Àgora diseñado por Santiago Calatrava. / JOSÉ JORDAN

En el Pabellón Reyno de Navarra Arena debería resonar el bullicio de miles de personas mientras corean canciones en conciertos multitudinarios o que jalean a sus equipos durante competiciones deportivas. Esas son algunas de las actividades que se preveía celebrar en este recinto multiusos, que costó 58 millones de euros y que fue finalizado en 2013. El proyecto fue impulsado por el anterior Gobierno foral, de UPN, y contó con el apoyo del PSN. “Será un referente para la sociedad navarra”, puede leerse en su web. Sin embargo, en este espacio no se escucha ni un eco porque sus 10.000 localidades siguen sin estrenarse y permanece cerrado hasta nuevo aviso, con un coste de 390.000 euros anuales.

No escasean los ejemplos de infraestructuras y edificios emblemáticos que han supuesto desembolsos de decenas, e incluso cientos de millones de euros, para después acabar siendo infrautilizados con caros mantenimientos. “El denominador común de este tipo de proyectos que han tenido una utilidad dudosa o costes desmesurados es que en gran medida han sido soportes publicitarios e instrumentos de comunicación política”, explica el decano del Colegio de Arquitectos de Madrid, José María Ezquiaga.

Este experto ha explicado a EL PAÍS que en ocasiones “el poder busca expresarse al modo faraónico, apelando a instintos muy básicos como sobrecoger con el tamaño, el impacto visual o con una originalidad forzada”. Ezquiaga cree que las grandes infraestructuras y proyectos arquitectónicos tienen desde la antigüedad una función comunicativa consistente en representar símbolos comunes que cohesionan a la sociedad. “El significado de una catedral gótica era sorprender, pero también expresar un sentimiento común”, explica.


Calcular antes de construir
El vicepresidente de la Asociación de Estudios de Mercado, Marketing y Opinión (Aedemo), José Manuel Úbeda, explica que si se hace un estudio de viabilidad antes de construir una infraestructura, con un estudio de mercado riguroso, se puede estimar con precisión la aceptación de un servicio entre el público. Como cualquier operación estadística, esta evaluación tiene un margen de error, “pero es mínimo”, comenta. Puede ajustarse hasta el 3,2%. Este porcentaje dista mucho de la diferencia de usuarios que preveían algunos proyectos, como el Aeropuerto de Castellón, que tiene unos 35.000 pasajeros frente al millón que preveía. Costó 150 millones de euros. La Generalitat del PP hizo el estudio de mercado después de construirlo.
Pero ese sentido, comenta, se diluye cuando las administraciones, condicionadas por el escenario mediático, buscan un “impacto rápido y contundente”. Al final, añade, los proyectos acaban siendo síntoma de “vanalidad y de que muchas de estas actuaciones no tenían un sustento sólido” en su planificación.

Edificaciones alegóricas y artísticas, como varios de los proyectos diseñados por el arquitecto Santiago Calatrava, han tenido repercusión mediática por los sobrecostes que han entrañado. El caso más reciente ha sido el último edificio creado por este arquitecto para la Ciudad de Valencia, bautizado como L’Àgora. La instalación fue presupuestada en unos 45 millones de euros durante el Gobierno del popular Francisco Camps. Ha costado casi el doble, y ahora, para ponerla en marcha, hace falta una inversión adicional de 10 millones de euros.

Algunos proyectos menos emblemáticos también contribuyen a la sangría de fondos públicos tras su construcción. En Málaga, los barrotes de la cárcel de Archidona solo recluyen aire. Terminada y cerrada desde hace más de dos años, mantener esta prisión cuesta alrededor de un millón de euros al año. Con 1.008 celdas y capacidad para albergar el doble de reclusos, ha contado con una inversión de 117 millones. Pero no está equipada y el principal problema para ponerla en marcha es la falta de personal y la ausencia de una oferta de empleo público que pueda integrar la plantilla.

La Subdelegación de Gobierno estima que el penal requiere medio millar de funcionarios. La cárcel se ideó para descongestionar la de Alhaurín de la Torre, con capacidad para unos 900 internos y una ocupación actual que ronda los 1.500. Entre los gastos para conservar el recinto están los del mantenimiento y vigilancia para evitar su deterioro, tareas adjudicadas a una empresa externa por 1,63 millones para un plazo de dos años.

En Galicia, la falta de fondos y la mala gestión de los proyectos han dejado vacíos una decena de centros de día y residencias para la tercera edad en cuya construcción se invirtieron 6,5 millones de euros. El más costoso fue el geriátrico de Nogueira de Ramuín (Ourense), un moderno complejo de 54 plazas en el que se invirtieron 1,6 millones y del que ahora se usan algunas salas para cursos, exposiciones y actos del PP. Algunos de estos recintos para mayores fueron incluso equipados y adjudicados a empresas privadas pero no se abrieron o lo hicieron por poco tiempo, circunstancia que no impidió que las concesionarias siguiesen cobrando de las arcas públicas un 75% del coste de la mayor parte de las plazas vacías gracias a una cláusula del contrato que introdujo la Xunta de Alberto Núñez Feijóo.

La lista de proyectos que terminan siendo pozos de dinero público es larga. Ezquiaga cree que “mientras no veíamos la cara oscura de la crisis, la opinión pública y los medios jaleaban estos proyectos", en gran medida “frívolos” y “megalomaníacos”. Y “tenían éxito”, añade, “servían para ganar elecciones”. Ahora, “es como si la crisis nos hubiera quitado la venda de los ojos y de pronto viéramos que el rey iba desnudo”.

La clave: planificación, estrategia y participación
La clave para que una infraestructura funcione tiene, según el decano de los arquitectos de Madrid, José María Ezquiaga, “tres patas”. La primera es elaborar antes de empezar a construir “un estudio de factibilidad y de las necesidades” que conllevará la obra.
En segundo lugar, el proyecto ha de enmarcarse en “una estrategia global” de desarrollo de una zona o una ciudad. Un caso positivo que según Ezquiaga, ha dado lugar a “imitaciones frívolas” es el del museo Guggenheim de Bilbao. Este icónico edificio, obra del arquitecto Frank O. Gehry, simboliza, a juicio de Ezquiaga, “el resurgimiento de la decadencia industrial de principios del siglo XX”, un mensaje que “unía a los bilbaínos”.
Pero el Guggenheim, sostiene, es “una anécdota dentro de todo lo que ha hecho Bilbao”. El decano recuerda que la capital vizcaína acometió una profunda regeneración del tejido industrial, redibujó los sistemas de transporte de la ciudad y la revitalizó el Casco Antiguo, entre otras iniciativas. La obra de Gehry, además de “estar muy bien elegida”, encaja en esta estrategia global. Ezquiaga explica que sin todo eso detrás, “el Guggenheim sería una ruina”.
Y por último, considera que es muy importante “escuchar a la gente” y fomentar la participación de la ciudadanía. Muchas de las obras que acaban por no tener utilidad “se habrían evitado si el sentido común de la gente hubiera tenido voz”, opina.
Con información de Sonia Vizoso, Antonio Jesús Mora y Javier Doria.