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sábado, 26 de agosto de 2017

Esclavos, azúcar y la economía de la esclavitud

Nuestros esclavos

El azúcar habría seguido siendo caro para el consumo de masas si el trabajo de procurárselo hubiera recaído en obreros pagados

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS | El País



Grabado de la recolección de caña de azúcar, publicado por W. Clark.

Cualquiera que mire la lista de los libros más vendidos (y crea en ella) se dará cuenta de que en el apartado de ficción hay una novela que lleva allí casi un año: Patria, de Fernando Aramburu. Si mira en el de no ficción verá que hay un ensayo que lleva dos: Sapiens. Traducido al castellano por Joandomènec Ros para Debate, el libro de Yuval Noah Harari es una deslumbrante historia de esta especie desde que nuestros ancestros le ganaron la partida a los neandertales hasta casi hoy mismo. Visto quién gobierna el mundo, dudamos de que realmente ganaran. El historiador israelí se remonta a los tiempos en que “los humanos prehistóricos eran animales insignificantes que no ejercían más impacto sobre su ambiente que los gorilas, las luciérnagas o las medusas” para llegar a estos tiempos nuestros en que ya hemos demostrado lo que somos capaces de hacer con los gorilas y las luciérnagas. La venganza queda en manos de las medusas, tan proclives a la turismofobia.


Claro y riguroso, Sapiens está lleno de historias grandes (como el éxito de los dioses) y de historias pequeñas (como el éxito del azúcar). En la Edad Media el azúcar era un artículo de lujo que, escaso en Europa, se importaba de Oriente Próximo a precios desorbitados para su uso, con cuentagotas, en golosinas y medicamentos. Todo cambió con la conquista de América. Las nuevas plantaciones de caña facilitaron al Viejo Continente toneladas de la antigua delicatesse. El precio bajó radicalmente y Europa desarrolló un “insaciable gusto” por los dulces: pasteles, galletas, chocolate, caramelos, bebidas azucaradas, café y té. La ingesta anual de azúcar del ciudadano inglés medio pasó de casi cero a principios del siglo XVII a unos ocho kilogramos a principios del XIX. A finales del XX, la media mundial alcanzó los 70 kilos.

Por supuesto, el azúcar habría seguido siendo demasiado caro para el consumo de masas si el trabajo de procurárselo —intensivo, bajo un sol tropical y en condiciones insalubres— hubiera recaído en obreros pagados dignamente. O pagados a secas. La solución fue la mano de obra esclava, un tráfico manejado por empresas privadas que vendían acciones en las Bolsas de Ámsterdam, París y Londres que se consolidó como inversión segura. A lo largo del siglo XVIII el rendimiento de esas inversiones rondaba el 6%. Como apunta Harari, cualquier consultor moderno firmaría dividendos así. ¡Y todavía hay quien duda de la relación entre ese comercio y el progreso que hizo posible nuestra Revolución Industrial!

En 400 años, 10 millones de esclavos africanos fueron llevados a América. Dos de ellos, a Latinoamérica. Es curioso que esos dos millones no hayan producido entre nosotros ni el 20% del cine y la literatura que la esclavitud ha generado en Estados Unidos. Por eso es tan importante un libro como La esclavitud en las Españas, publicado por José Antonio Piqueras en La Catarata. El libro de este catedrático de Historia en la Universitat Jaume I es un relato de terror y cinismo. El terror viene, en crudo, de las cifras que generó la trata: 280.000 muertos en la travesía transatlántica, 16 horas de trabajo al día y una media de vida de entre 15 y 20 años. Además, el mito de la “esclavitud suave” de los españoles frente a la de los anglosajones se desinfla ante la ordenanza de 1522 que establecía los castigos para los rebeldes: 50 latigazos la primera vez, amputación del pie si reincidían o estaban ausentes de la propiedad más de 10 días y pena de horca si volvían a fugarse.

El lado del cinismo no resulta mejor. Pese a que Pío II comparó en 1492 la esclavitud con el crimen, los clérigos destacaron como clientes de los negreros. Si el obispo de San Juan de Puerto Rico estuvo entre los mayores importadores de “piezas de ébano” —el lenguaje lo dice todo—, los jesuitas, en el momento de su expulsión (1767), contaban con tres ingenios azucareros, 12 haciendas ganaderas y 406 esclavos. Los laicos, por su parte, no son más presentables. Ni la gloriosa Constitución de Cádiz ni los independentistas cubanos promovieron la abolición pese a que —o quizás porque— Cuba llegó a ser la mayor productora de azúcar del mundo, con un 43% de su población formada por esclavos. Tampoco se salvan las autoridades. María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, estaba entre los inversores más activos dos décadas después de que la trata se convirtiera en ilegal (1835) y antes de que la esclavitud fuera abolida en España (1886).

La madre de la reina rivaliza en el palmarés de tratantes con Antonio López, Josep Xifré y Pablo Espalza. Fueron, respectivamente, el primer marqués de Comillas, el primer presidente de la Caja de Ahorros de Barcelona y el fundador del Banco de Bilbao. Se dirá, para exculparlos, que solo eran personas de su tiempo, es decir, con los prejuicios que les correspondían. Pero también Francisco José de Jaca, José Antonio Saco y José María Blanco White vivieron esos tiempos y lucharon contra la esclavitud.

La esclavitud en las Españas. José Antonio Piqueras. La Catarata, 2012. 264 páginas. 19 euros

sábado, 11 de octubre de 2014

El (subsidiado y en cómodas cuotas) precio de la libertad en Sumeria

Los templos sumerios daban préstamos a tipos reducidos para que los esclavos comprasen su libertad

por Javier Sanz

Solemos tener la imagen de que en la antigua Mesopotamia se trataba a los esclavos de forma cruel. Esa es una idea que viene de los asirios y babilonios, que no escatimaban latigazos con ellos. Los sumerios, en cambio, mantenían una actitud hacia la esclavitud un tanto curiosa. Para empezar, aparte del hecho obvio de nacer de padres esclavos, había dos métodos para llegar a esa situación: por medio de una guerra o voluntariamente.

Un esclavo voluntario era aquel que aceptaba un contrato de esclavitud para liquidar una deuda. Y ojo al dato, porque se hacía mediante un contrato donde se especificaba minuciosamente el tiempo de duración del mismo, así como las posibles penalizaciones. Una vez finalizado el contrato, el individuo seguía con su vida normal. Mientras esa persona era esclava, su familia seguía siendo libre.

Los cabezas negras no eran aficionados a tomar prisioneros tras una batalla. Y no era por compasión, ya que de monjas de la caridad tenían poco y gustaban de empalar y/o despellejar al prójimo, sino una mera cuestión práctica: hacer prisioneros implica que tienes que alimentarles, aunque sea mal, y luego tienes que tratar con comerciantes de esclavos, que junto a los verdugos nunca han tenido buena imagen y no se les suele invitar a cócteles de sociedad. Una vez hechos esclavos hay que vigilarles, alimentarles (de nuevo) y curar sus enfermedades… ¡Todo un dolor de cabeza! Pero una vez que habían decidido tomarlos como esclavos, no los trataban demasiado mal. Se han conservado numerosas tablillas donde se especifican las raciones de comida que se proporcionaba al personal laboral de templos o palacios, y parece ser que los esclavos comían lo mismo que los trabajadores humildes. No se morían de hambre, aunque su alimentación era monótona: pan, cebollas, gachas de cebada, sopas de nabos…


Venta esclavos Sumeria

Otro aspecto curioso es que las leyes les otorgaban la oportunidad de manumitirse. Para ello solamente tenían que pagar a su amo el precio que había entregado por ellos. ¿Cómo conseguía un esclavo esa plata? Pues pidiendo un préstamo. Puede que para nosotros resulte chocante la idea de un esclavo solicitando un préstamo, pero para esa sociedad era algo normal. La plata la podía suministrar un prestamista, que llegaba a cobrar hasta un 22% de interés, o un templo. No hemos encontrado ni una sola tablilla donde un templo exigiera más de un 3,5% de interés.

También era habitual otorgar la libertad a concubinas. Una mujer sumeria, harta de tener hijos, podía regalarle al marido una concubina. Los hijos de la esclava eran libres y tenían todos los derechos de herencia, con lo que se producía la situación de que un heredero pudiera tener una madre esclava. Para evitar eso, era normal que se les diese la libertad. Abraham, que era de Ur y conocía esa costumbre, debió “olvidarse” de ella cuando no quiso dar la libertad a la esclava egipcia Agar. Luego algunos lectores de la Biblia se preguntan por qué Ismael estaba todo el día tan enfadado [Ironic Mode Off].

Otro tema que resulta curioso, es el del matrimonio de esclavos con personas libres. Un hombre libre, o una mujer libre, podían casarse sin problemas con alguien sometido a esclavitud. El único problema es que al esclavo o esclava no se le permitía salir del recinto de trabajo, lo que es de suponer que creaba problemas en la convivencia conyugal. Si ese matrimonio tenía descendencia, dicha descendencia era libre. En la época neosumeria, el rey Ur-Nammu decretó que los hijos fueran libres salvo el primero, que se quedaba el dueño como compensación. Sin embargo, hemos encontrado tablillas que dan a entender que se aceptaba un pago, en plata o bienes, para sustituir al primogénito. Cuando se le daba la libertad a un esclavo, el acta de libertad era leída por un pregonero en una plaza pública y acto seguido un barbero le cortaba al nuevo ciudadano el aputtu, que era una especie de coleta que distinguía a los esclavos de las personas libres. Si un esclavo huía y era capturado, la costumbre era cegarle y ponerle a sacar agua de un pozo. Por alguna razón que se nos escapa los ciegos, libres o esclavos, eran los encargados de dicha labor.

Esclavos Sumeria

Finalmente, hay que señalar que los esclavos que se sometían no recibían demasiados malos tratos. Las leyes prohibían terminantemente maltratar de obra a un esclavo voluntario. Otro asunto era mentar a su familia. En cuanto a los esclavos obligados, la costumbre imponía darles un trato justo. Un proverbio sumerio dice: “Si no maltratas a tu burro, ¿por qué maltratas a tu esclavo?”. Se consideraba que los malos tratos hacían perder valor y productividad a un bien laboral. El pueblo de los cabezas negras, con ese sentido práctico que les caracterizaba, pensaban que a un esclavo había que tenerle la mayor parte del tiempo contento. Ahora ya sabéis por qué vuestro banco se empeña en regalaros una tablet.

Historias de la Historia