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domingo, 14 de agosto de 2016

La economía de la impaciencia

Economía de la impaciencia, millones de uñas mordidas
En los últimos tiempos, la ansiedad y su relación con el ciclo económico comenzaron a ser estudiadas por equipos multidisciplinarios de psicólogos, neurocientíficos y economistas
Sebastián Campanario - LA NACION


Foto: Javier Joaquin

Hace una semana que se le pidió por correo electrónico una opinión sobre "economía de la impaciencia" a Federico Weinschelbaum, profesor de la Universidad de San Andrés e investigador del Conicet, y todavía la respuesta no llegó. ¿Se habrá olvidado? ¿Convendrá mandarle un recordatorio o se ofenderá? Ya debería estar la nota escrita, los nervios y el estrés van en aumento: no puede ser que tarde tanto. Estos economistas creen que uno tiene todo el tiempo del mundo.


La impaciencia (o la ansiedad), uno de los fenómenos centrales de la sociedad en las últimas décadas, tiene sin embargo poco espacio en la agenda de la economía académica. Ser ansioso, para el escritor Norman Mailer, es "el rol natural del ser humano en el siglo XX". Los costos asociados a este estado, en términos de deterioro de la salud y de decisiones sesgadas, son enormes. Así y todo, Weinschelbaum comenta que "hablar de «economía de la impaciencia» suena un poco a mucho", dado que los papers publicados al respecto se cuentan con los dedos de las dos manos (en esta caso, dedos con las uñas comidas).

El director del departamento de Economía de San Andrés publicó recientemente un artículo en el American Economic Journal of Microeconomics (junto a tres coautores: Levine, Modica y Zurita) donde, usando un modelo de teoría de los juegos, llega a un resultado contraintuitivo: tal vez en este mundo le vaya mejor a los impacientes más de lo que pensamos.

La conclusión va en contra de lo que se había escrito hasta ahora. La breve literatura sobre el tema partía de la psicología evolutiva, que supone que en el largo plazo sobreviven aquellos individuos a los que les va mejor. Y en modelos de decisiones individuales lo que se encuentra es que a aquellas personas pacientes les va mejor, y por lo tanto en el largo plazo son todos no-ansiosos. Hay autores, como Blume y Easley, que incluso aseguran que en el largo plazo la paciencia es un arma más poderosa que la inteligencia. Publicaron esta idea en econometría en 2006, en un artículo titulado: Si sos tan inteligente, ¿Por qué no sos rico?

Pero en un contexto de interacción entre varios agentes, las cosas cambian. "En un juego, a los impacientes les puede ir mejor que a los pacientes. En un marco más simple, ser impaciente no es beneficioso ya que las decisiones que toma un impaciente no son las mejores. Sin embargo, cuando los otros saben que yo soy impaciente, y toman eso en cuenta, actúan de manera distinta y eso sí puede ser beneficioso. En un juego de negociación, el ser impaciente puede ser una ventaja: una amenaza de recibir un castigo en el futuro puede quitarle mucha utilidad a alguien paciente, pero no resulta peligrosa para alguien impaciente. En consecuencia, el impaciente está dispuesto a ceder menos en una negociación para evitar el castigo", explica el economista argentino.

Para Weinschelbaum, "hay situaciones en las que no solamente es óptimo desde un punto de vista «privado» ser impaciente. También puede ser óptimo desde un punto de vista social que haya más impaciencia en algunos individuos. Los agentes pueden satisfacer sus necesidades produciendo o apropiándose de los bienes producidos por otros a través de conflictos, que implican una pérdida social. Lo mejor, desde un punto de vista social, sería que no haya individuos que se dedican a apropiarse de bienes a través de conflictos. Pero como un «segundo mejor» es mejor que estos individuos (ladrones, corruptos, etcétera) sean impacientes. De esta manera no invierten recursos en perfeccionar organizaciones y situaciones que son perjudiciales para el funcionamiento de la sociedad". Weischelbaum prefiere no hacer una referencia directa a la Argentina, pero si esta explicación se narrara en un documental, bien podría utilizarse la escena de un José López pasado de revoluciones y con crisis de ansiedad revoleando los bolsos por la pared del convento.

En los últimos tiempos, la ansiedad y su relación con el ciclo económico comenzaron a ser estudiadas en detalle por equipos multidisciplinarios que combinan saberes de psicólogos, neurocientíficos y economistas. Robert Levine, un profesor de Psicología de la Universidad de California, que cada tanto visita la Argentina, es una de las mayores autoridades mundiales en estudios sobre la percepción del tiempo (que varía ampliamente entre las distintas culturas).

Levine escribió un libro fabuloso, Una geografía del tiempo, que en la Argentina editó Siglo XXI en la colección que dirige Diego Golombek. Allí cuenta cómo diseñó experimentos que llevaron a su equipo de investigadores a recorrer el planeta midiendo cuánto tarda -siempre en promedio- una sociedad en apretar el botón de "cerrado de puertas" en los ascensores modernos, el tiempo que media entre que el semáforo se ponga verde y que suene el primer bocinazo para el auto que está primero en la fila y no arranca, o cuánto demoran los "completadores de frases" en decir esa palabra que a su interlocutor no le sale porque la tiene en la punta de la lengua. Le faltó mensurar el mordisqueo de capuchones de biromes.

Levine registró valores altos de ansiedad para la Argentina, y lo mismo detectó un estudio de la agencia de publicidad JWT, cinco años atrás, que puso a la población local al tope del ranking de ansiosos de América latina. A nivel local, un 25% de las personas se autodefinen como "ansiosas o muy ansiosas".

Una hipótesis que roza esta agenda es que el ciclo abrupto de la economía argentina (el país tiene una de las tres macroeconomías más volátiles del mundo: su variable de volatilidad histórica es, por ejemplo, el triple que la de Brasil) lleva a sus ciudadanos a ser más ansiosos e impacientes: siempre estamos preguntando, como chicos en el asiento de atrás en un viaje en auto largo, "cuánto falta", en este caso para el segundo semestre, para la reactivación o para que explote todo.

Adolfo Canitrot, ya en la década del 70, decía que el comportamiento económico individual se derivaba de una forma particular de racionalidad limitada que provenía de que uno construía sus decisiones de la macro a la micro. Y como la macro tenía la particular naturaleza de habernos expuesto tantas veces a los ciclos de "stop-go", crisis y volatilidad, aparecían comportamientos que eran precautorios y que tenían obviamente sus costos asociados. Por un lado, este sesgo doméstico lleva a posponer decisiones y por otro lleva a cometer errores.

Ahí se encendió la luz del celular: entró el mail con las respuestas de Weinschelbaum. Bien. A respirar hondo, relajarse y escribir la columna con conciencia plena en el presente.

sebacampanario@gmail.com