lunes, 11 de febrero de 2013

Presión impositiva del 53% en Argentina


LA ECONOMÍA Y EL BOLSILLO

Los impuestos llegan al 53% para los que están en blanco

El cálculo es de distintos economistas e incluye impuestos nacionales, provinciales y municipales. En los trabajadores del sector formal, la presión aumentó 20 puntos en una década y es récord.
PorMARTÍN BIDEGARAY





Tanto para las empresas como para los 7 millones de trabajadores que están en blanco, este año vendrá con un récord: nunca le cobrarán tantos impuestos como en 2013.
A los tributos que ya embolsa la AFIP (IVA, Ganancias, aportes patronales) se le sumarán los impuestos de las provincias (Ingresos Brutos) y los municipales (desde tasas de ABL a cargos específicos a distintas actividades).
Durante este año, el Gobierno nacional buscará quedarse con uno de cada dos pesos que genere la economía formal.
Esto es porque intenta recaudar $ 822.073 millones sobre un PBI de $ 2.552.499 millones, según el presupuesto. Allí se dice que la AFIP tomará 32% del PBI. Sin embargo, ese cálculo es refutado por varios economistas, que estiran la cuenta de lo que va al Estado hasta el 50%.
La proyección del PBI incluye a la economía “informal”, que no paga ninguna clase de impuestos, y que representa casi un 35% del total.
Esto implica que la actividad “formal” o en blanco, es equivalente a $ 1.658.000 millones. Sobre esos actores es que el Gobierno busca recaudar $ 822.073 millones.
Es casi la mitad de lo que producen.
Los economistas hacen hincapié en dos aspectos: la suba de los impuestos provinciales y la mayor gravitación del impuesto a las Ganancias para los trabajadores en blanco. “La suba en la presión del impuesto a los Ingresos Brutos sobre la actividad será aún mayor a la registrada en 2012”, explica Nadin Argañaraz, presidente del Instituto Argentino de Análisis Fiscal.
Para este año están previstas alzas en Ingresos Brutos en las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. También en la ciudad de Buenos Aires. “Frente a la desaceleración en las transferencias de recursos nacionales, las provincias aumentan estos tributos para subsanar la escasez de fondos”, agrega Argañaraz. A esto se suma una proliferación de tasas municipales. La más reciente es la que buscan aplicar intendentes del conurbano en combustibles.
“Es algo inédito. Ya hay que trabajar más de medio año para poder pagar todos los impuestos”, destaca Argañaraz. “Y ni que hablar de los que pagan Ganancias, a los que el Estado también les retiene”, observa.
Según el experto, cada aumento de Ingresos Brutos (de las provincias a las empresas) termina afectando a los consumidores, porque gran parte de esos aumentos se trasladan a los precios de los bienes y servicios. Llega a todos los eslabones de la cadena productiva, a industrias, comercios y servicios. En total, es casi 40% de la economía”, agrega.
De acuerdo con Victoria Giarrizzo, titular de la consultora CERX, en 2003, hace una década, la presión impositiva representaba un 24,2% de la economía. A fines de 2012, los tributos mordían un 38,8% del PBI. En el caso de los trabajadores en blanco, la carga de los impuestos es aún más alta: en 2003, era el 32,7% de sus ingresos.
A fines de 2012, ya superaba el 52,3%.
“La presión fiscal va a aumentar mínimo un punto porcentual más este año, por tres razones: muy alta inflación, crecimiento económico bajo y mayores necesidades en provincias y municipios”, detalla Giarrizzo. “Un punto porcentual de presión tributaria son casi tres días más de trabajo para pagar impuestos en el caso de una familia ”, especifica.
Así las cosas, se pagan mayores impuestos, pero sin la contraprestación debida.
Guillermo Giussi, de Economía y Regiones resalta: “La cuestión en la presión tributaria es la contraprestación por parte del Estado, si vuelve en bienes públicos de calidad o no”. Y esa es la gran asignatura pendiente.


iECO

El costo de la política energética en Argentina


Dependencia

Cada vez se importa más gas, y más caro

En 2012 el país desembolsó US$ 4700 millones



Desde hace décadas, el gas natural es la estrella del sector energético argentino. Explica más de un 50% de las necesidades de abastecimiento del país, tiene una participación récord a nivel mundial en su utilización vehicular y aquí cuenta con un altísimo desarrollo tecnológico.
Pero de la mano del crecimiento del consumo y la caída en la oferta local (menor inversión y menor producción) durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, sumó dos nuevas características: es un recurso que se importa en volúmenes crecientes y a un precio cada vez más caro.
Así lo demuestran los números oficiales. Según los últimos datos de la Secretaría de Energía, que conduce Daniel Cameron, el año pasado el país importó gas por 4697,8 millones de dólares.
El número es enorme por donde se lo mire: representa casi un 7% de las compras totales al exterior que hizo el país en 2012, un ítem que moviliza al secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, a aplicar todo tipo de medidas para frenar el ingreso de productos importados. Y también equivale al 37% del saldo comercial de 2012, el indicador de la macroeconomía que el Gobierno mira para saber de cuántos dólares dispondrá y hasta qué punto debe insistir en el cepo cambiario.
Las importaciones de gas encierran otro récord para las cuentas públicas: de un año al otro se llevaron un 60 por ciento más de divisas, medidas en dólares.
 
Las estadísticas oficiales también revelan el encarecimiento de ese recurso. Debido al incremento de los valores a lo largo de todo 2012, el país pagó un precio un 15 por ciento más alto que el promedio que había desembolsado durante el último año.
Siempre desde la mirada de las cuentas públicas, el incremento en la importación encierra al menos una buena noticia: aunque hubo que erogar más billetes para pagar el gas importado, se redujeron las importaciones de fuel oil, uno de los combustibles sustitutos, pero aún más caro, que se utiliza en las centrales termoeléctricas.
Es una de las consecuencias de que el país se esté convirtiendo, de a poco, en un importador más experimentado en lo que a combustibles se refiere.
"La producción de gas el año pasado siguió cayendo alrededor de un 3 por ciento, pero la demanda creció más de un 5 por ciento. Esto amplió la brecha, y por eso hubo que importar más, aun cuando la economía estuvo estancada. Los montos de importación podrían haber sido mayores si se hubieran importado los 80 barcos que estaban previstos (se compraron poco más de 50)", explica Daniel Montamat, ex secretario de Energía y ex presidente de YPF.
Por su parte, Juan Rosbaco, especialista del Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA), sostiene: "Es lógico que hayamos importado más. Todavía no se tomó ninguna medida trascendental como para fomentar la explotación gasífera. Vamos a ver qué ocurre con los últimos anuncios con respecto a mejores precios. Aún no se sabe cómo se implementará. Para salir de la situación en la que está el país hay que hacer mucho, y es temprano para que la nacionalización de YPF muestre efectos positivos", señaló el analista.
El ex secretario de Energía Jorge Lapeña tiene una visión más crítica: "La importación energética es cara y se hace mal. Se pagan grandes sobreprecios por falta de previsión estratégica. La Argentina será por largo tiempo un importador energético masivo. El desafío que el Gobierno no entiende es que sólo le queda un camino: convertirse en un importador eficiente", explicó el ex funcionario.

EL DETALLE DE LA FACTURA

La Argentina recibe gas extranjero por dos vías: desde Bolivia, a través de gasoductos, y desde ultramar, en la forma de gas natural licuado (LNG, de acuerdo con su abreviación en inglés), que llega por barco a los puertos de Bahía Blanca y de Escobar (en ambos casos, la operación está a cargo de YPF y de Enarsa).
Montamat hace un reconocimiento de la conveniencia de comprarle al país vecino. "Como Bolivia nos dio más gas del esperado, la importación de LNG fue menor a la prevista. Sus precios son más bajos. Si no, el encarecimiento de las importaciones hubiese sido mayor", calcula.
En 2012, las compras a ese país crecieron un 65 por ciento en volumen. Aunque la Argentina paga unos 11 dólares por millón de BTU (la unidad de medida), es decir, cuatro veces más que el valor que recibe por la misma cantidad una petrolera local, está por debajo de los alrededor de 17 dólares que el Gobierno gasta para comprar el gas licuado en el exterior.
Ese último ítem es, por mucho, el que más le duele a la balanza energética: en comparación con los números de 2011, las importaciones crecieron el año pasado un 17 por ciento, pero implicaron un desembolso 46% mayor.
El viceministro de Economía, Axel Kicillof, conoce esas cuentas al dedillo. En varias reuniones que mantuvo con empresarios petroleros a fines del año pasado junto a Moreno, les reclamó que le presentaran al Gobierno proyectos para producir más gas, en desmedro de las iniciativas de búsqueda de petróleo, más rentables. Y desde principios de enero el coordinador del Ministerio de Planificación, Roberto Baratta, inició una rueda de invitaciones a empresarios para firmar un acuerdo por el que el Gobierno ofrece pagar US$ 7,50 el millón de BTU (el triple que el precio promedio actual) a cambio de aumentar la producción..
Del editor: por qué es importante.
El Gobierno lleva años negando la crisis energética y desincentivó la producción local. La sequía de divisas es cada vez más importante.




domingo, 10 de febrero de 2013

Ajuste Fiscal en USA


Fiscal policy

The austerity is real




TYLER COWEN is quick to link to pieces calling into question the extent to which austerity plans have been austere. Here is the latest example. He quotes a Washington Post story, which reads:
To sketch the bill’s biggest impacts, The Washington Post focused on the 16 largest individual cuts. Each, in theory, sliced at least $500 million from the federal budget. Together, they accounted for $26.1 billion, two-thirds of the total.
In four of those cases, the real-world impact was difficult to measure. The Department of Homeland Security officially declined to comment about a $557 million reduction. The Department of State, the Department of Agriculture and the Federal Emergency Management Agency — whose cuts totaled $1.9 billion — simply did not answer The Post’s questions despite repeated requests over the past month.
Among the other 12 cases, there were at least seven where the cuts caused only minimal real-world disruptions or none at all.
Often, this was made possible by a little act of Washington magic. Agencies got credit for killing what was, in reality, already dead.
Well, ok. But if this is so, then why is a bank like Goldman Sachs, which has little incentive as far as I can tell to stumble dumbly into rah-rah Keynesianism, warning of an ongoing, significant decline in federal government spending?
Maybe lots of promised cuts turned out to be "cuts". But the record shows that total federal government outlays were 25.2% of GDP in 2009, 24.1% of GDP in 2011, and 22.8% in 2012. (Receipts rose from 15.1% of GDP in 2009 to 15.4% in 2011 to 15.8% in 2012.)
Both outlays and receipts are, as a share of GDP, below pre-crisis levels. And while receipts are now forecast to rise back to pre-crisis level by 2014, outlays are expected to remain about two percentage points higher than before the recession. But the point remains that the "austerity" of 2011-2012 wasn't "austerity" but austerity. Federal government spending fell by a meaningful share of GDP over that period. So did federal government employment, which dropped by 31,000 jobs in 2011 and 45,000 jobs in 2012. What's more, we have good reason to believe that these cuts entailed positive multipliers above those we'd observe in normal times. You don't have to take the IMF's word for it; even stimulus sceptics like Valerie Ramey find that multipliers may sometimes be above normal, and above one, during periods of economic slack.
The cuts may amount to less than initial rhetoric suggested (and who is surprised!). They may not "hurt" in the way small-government types would wish them to hurt, in that meaningful reductions in the resources available to state interests or state-dependent interests have not come to much. But that does not mean that spending hasn't fallen, by a significant amount, with clear impacts for the macroeconomy and those within it who would like to be working but aren't.
Update: A bit more information to make clear that the change in outlay/GDP ratio isn't solely about growth: the CBO indicates that in current-dollar terms total outlays fell from 2011 to 2012 (by about $50 billion). CBO reckons outlays will fall again, also in nominal terms, from 2012 to 2013.

The Economist

jueves, 31 de enero de 2013

Una lección que cuesta aprender al populismo


El Banco Central emite barras de hielo


Si en el Gobierno se tomaran el trabajo de leer algo de historia de la moneda, advertirían que la moneda no es un invento de los gobiernos ni de nadie en particular. Fue un descubrimiento de la gente.
¿Qué descubrió la gente? Que en vez hacer trueque, es decir, cambiar trigo por carne, era más conveniente utilizar alguna mercadería que fuera universalmente aceptada. Es decir, la gente descubrió los beneficios del intercambio indirecto utilizando alguna mercadería como medio de intercambio.
Ejemplo, si hoy hubiese trueque, un profesor de Historia tendría que encontrar a algún panadero que quisiera tomar clases de Historia para conseguir pan. Y aun encontrándolo, habría que ver cuánto pan tendría que entregarle a cambio de las clases de historia, que no son tan fraccionables como el kilo de ese producto.
Como escribí alguna vez, la moneda es como una autopista que permite agilizar las transacciones. El profesor de Historia le da clases a quienes desean saber sobre la disciplina, recibe como pago moneda y con ella compra la cantidad de pan que desea sin necesidad de buscar algún panadero que quiera tomar clases y le entregue 20 kilos de pan por las clases.
La moneda es como una autopista que permite agilizar las transacciones
De manera que el primer dato a tener en cuenta es que la moneda no es un invento de los gobiernos sino que es un descubrimiento del mercado para agilizar las transacciones.
En segundo lugar, la moneda tiene que cumplir dos requisitos básicos: a) ser aceptada ampliamente como medio de intercambio y b) ser reserva de valor. Una barra de hielo o un helado de dulce de leche no servirían como reserva de valor. Se derriten rápidamente.
¿Qué ocurriría si la gente usara la barra de hielo como moneda? El que la recibe al final tendría mucho menos hielo que el que la recibió primero. Bien eso es lo que pasa con el peso. Se derrite como una barra de hielo por la emisión monetaria que genera el Banco Central. Por lo tanto, cuando el BCRA emite para financiar al tesoro, los primeros en recibir esos pesos todavía no sufrieron el impacto de la inflación, pero a medida que esos pesos van circulando los últimos en recibirlos pierden poder de compra. Si la barra de hielo pesaba 5 kilos, el que la recibe al final tiene una barra de hielo de 1 kilo y puede comprar menos que el que la recibió primero con los 5 kilos. Por eso el Gobierno se beneficia con la inflación durante un tiempo, aunque no lo diga. Porque es el que emite moneda en forma monopólica.
El peso se derrite como una barra de hielo por la emisión monetaria que genera el Banco Central
El ejemplo de la barra de hielo sirve para darse cuenta que la gente huiría de la barra de hielo antes que pierda peso. En economía eso se llama huir del dinero. La gente se saca de encima los pesos rápidamente porque sabe que si los conserva se derriten como una barra de hielo y podrá comprar menos bienes con el transcurso del tiempo.
Si en una economía se intentara usar las barras de hielo como moneda, al poco tiempo volverían al trueque porque no cumpliría con la función de reserva de valor. Y, al volver al trueque, la economía perdería productividad.
Eso es lo que está pasando con el peso. Es una barra de hielo que se derrite rápidamente, trabando las transacciones de largo plazo e impidiendo hacer cálculo económico (estimar la rentabilidad de una inversión).
El Gobierno se beneficia con la inflación durante un tiempo, aunque no lo diga. Porque es el que emite moneda en forma monopólica
Pero como tampoco sirve como reserva de valor para ahorrar, no hay crédito, siendo que el crédito es el ingreso no consumido. Cuando hay inflación , la gente ahorra en bienes que le permitan refugiarse de la inflación o en dólares , no ahorra en barras de hielo.
Al no haber crédito, no hay inversiones de largo plazo que permitan aumentar la productividad y la cantidad de puestos de trabajo, y la economía retrocede.
Mientras el Gobierno siga creyendo que pude emitir a tasas del 40% anual sin que nada pase, la situación tenderá a agravarse. Es más, mientras en el Gobierno crean que el ahorro se puede emitir, en vez de generar, el problema será cada vez mayor.
Por eso no debe sorprender que la economía argentina entre en un proceso de recesión con inflación. Podrán emitir todo lo que quieran, pero ya no van a reactivar la economía al estilo keynesiano porque la gente huye del peso. Solo generarán más inflación, mayor distorsión de precios relativos y más trabas al proceso económico, a pesar de la pesificación forzada que quisieron imponer.
La gente se saca de encima los pesos rápidamente porque sabe que si los conserva se derriten como una barra de hielo
Claro que para tener de nuevo una moneda que agilice las transacciones al igual que una autopista agiliza el tránsito, primero la gente del Gobierno tiene que olvidarse del relato del mundo maravilloso que nos quieren vender y poner los pies sobre la tierra.
Si optan por seguir con el relato del modelo y negar la realidad, el efecto que causarán será el de poner la barra de hielo en la terraza del edificio con 45 grados de temperatura, es decir, acelerar la inflación, trabar la economía y hacer que el blue no tenga techo ..

miércoles, 16 de enero de 2013

Coyuntura: Visión 1


Apocalipsis frío

Por Fernando Iglesias  | Para LA NACION



Tienen razón los gurúes kirchneristas: el país no está como en 2001; está peor. Lo que por suerte está mejor son la tasa internacional de interés del dólar y el precio de la soja, que retrasan el proceso por el que la miseria en que viven millones de argentinos se transforma en hambre y desesperación. Lejos de derrumbarse sobre nosotros, el mundo globalizado sigue trabajando a favor de la Argentina, y es el ingreso extraordinario de divisas lo que nos trae la única diferencia positiva entre los saqueos de diciembre de 2001 y los de diciembre de 2012.
Por si hubieran dudas: el Estado recaudó 8000 millones de dólares el año pasado sólo de retenciones agrícolas; aproximadamente cuatro veces lo que destina a la Asignación Universal por Hijo, principal moderadora del estallido social. Súmense los demás planes sociales, los subsidios a los servicios esenciales y los miles de empleos estatales creados para paliar el game over y el dólar paralelo por las nubes a pesar de las tasas cercanas a cero que paga la Reserva Federal y se comprenderán las dimensiones del horror que supimos conseguir.
Ajustazo 2002, pagadiós 2005, tasas del dólar por el piso y commodities por las nubes: son éstos los componentes del doping que permite hoy al Gobierno congelar la situación en una suerte de apocalipsis frío; una debacle en cámara lenta en la que el país no termina de estallar, pero todas sus variables retroceden, dejando al descubierto los despojos del modelo. Y aquí estamos sus náufragos: viendo cómo el margen competitivo creado en 2002 mediante el más formidable ajuste de la historia termina de extinguirse, los fantasmas del pagadiós más grande del mundo nos acechan, los efectos de la tercera plata dulce se esfuman, las facturas impagas de nueve años de cortoplacismo se amontonan y la situación se hace dramática; en tanto, el Gobierno se concentra en hacer de sus errores una epopeya y en la batalla contra los fierros mediáticos y judiciales, preocupado por agregar al cóctel explosivo que preparó en nueve años de delirio nac&pop una nueva dosis de autoritarismo y alucinación.
Después de casi una década de revolución discursiva, el saldo es pavoroso: a pesar de las condiciones externas inéditamente favorables, nos hemos devorado buena parte del capital social en una orgía populista que nos ha dejado sin transporte ni energía y con la infraestructura a punto del colapso. Pese a la carga fiscal de Primer Mundo y las cifras enormes del gasto público (¿dónde irá a parar toda esa plata?) el Gobierno no puede mostrar una sola gran obra pública digna de mención en nueve años de gestión de la abundancia. Hoy, pese a los anuncios repetidos como si fueran goles, casi todo en la Argentina se cae a pedazos, como bien se vio en ese choque ferroviario a 27 km por hora en el que fallecieron 51 personas; récord que ha retratado impiadosamente la africanización del país.
Y no se trata sólo de la estructura material: el panorama educativo es desolador. A pesar del publicitado 6%, los argentinos de la escuela primaria siguen retrocediendo en los tests internacionales, sólo uno de cada dos adolescentes termina la secundaria y los índices de graduación universitaria están entre los peores de la región, incluidos los países donde la universidad es paga. Para no hablar de calidad educativa.
No nos va mejor en lo social, como muestra el 50% de aumento de la población de las villas y el 34% de la mano de obra en negro. Hasta el único éxito relativo del modelo, bajar la desocupación, tambalea hoy, después de tres años sin creación de empleos productivos y uno de destrucción de los que se habían generado en la hora de gloria. Y, si hemos de creerles a los índices de inflación provinciales, la pobreza afecta a uno de cada cuatro argentinos, como bien saben en Carrefour y Changomas.
¿Desendeudamiento? Ninguno. No pagar las deudas puede ser inevitable, pero no es desendeudarse. Y si sumamos a la deuda financiera -40% del PBI- las deudas jubilatorias y las inversiones necesarias para reconstruir la infraestructura y las reservas energéticas, la conclusión es simple: la deuda real y la pobreza son hoy tan grandes como en la etapa final de la convertibilidad.
Si en los años 80 teníamos inflación, pero también cambio competitivo, y si en los 90 teníamos atraso cambiario, pero al menos había una moneda en la cual ahorrar, el kirchnerismo ha logrado la hazaña de amalgamar lo peor del modelo neoliberal y del populista: atraso cambiario y moneda inexistente, y por lo tanto, bajo crecimiento y alta inflación. Son problemas que, como se sabe, se solucionan metiendo la economía en el chaleco de fuerza del corralito cambiario y el cierre de importaciones, del que nunca nadie logró salir sin cirugía mayor y amputación.
Al apocalipsis frío de los números corresponden aspectos difícilmente cuantificables, pero cada vez más presentes en la cotidianeidad de los argentinos: la inflación, la inseguridad y la corrupción, cuyas sensaciones siguen subiendo. Es el resultado inevitable de una década de erosión de las agencias fundamentales del Estado (AFIP, Anses, AGN, fuerzas de seguridad, Banco Central) y de la extensión de los dominios de la droga y la criminalidad organizada. Para no hablar de los aspectos simbólicos del kirchnerismo: anomia, impunidad, vale-todo, hubris del poder por el poder, conducta barra brava y destrucción deliberada de todos y cada uno de los elementos que permiten una convivencia pacífica y democrática. Finalmente, su legado totalitario-mafioso específico, el más terrible y más difícil de revertir: el reemplazo de las instituciones democrático-republicanas y de las organizaciones de la sociedad civil por una densa trama de mafias, cajas y patotas que ha invadido los despachos estatales, las comisarías, los sindicatos, las organizaciones patronales, los clubes de fútbol, las asociaciones de clubes de fútbol y todos los resquicios del país en los que se acumula poder y existe algo susceptible de ser saqueado.
De manera que sigamos rezando para que al gobierno del "vivir con lo nuestro" le siga yendo bien con la soja, y esperemos que la economía de Brasil mejore, para que los que viven dependiendo de las limosnas estatales no pasen de la miseria al hambre y vuelvan los saqueos en un país que produce alimentos para siete veces su población.
Si éste no es el apocalipsis, el apocalipsis, ¿dónde está?
© LA NACION




viernes, 11 de enero de 2013

Impuestos: Impuestos a la molestia


Should We Tax People for Being Annoying?



By 

Driving home during the holidays, I found myself trapped in the permanent traffic jam on I-95 near Bridgeport, Conn. In the back seat, my son was screaming. All around, drivers had the menaced, lifeless expressions that people get when they see cars lined up to the horizon. It was enough to make me wish for congestion pricing — a tax paid by drivers to enter crowded areas at peak times. After all, it costs drivers about $16 to enter central London during working hours. A few years ago, it nearly caught on in New York. And on that drive home, I would have happily paid whatever it cost to persuade some other drivers that it wasn’t worth it for them to be on the road.


Instead, we all suffered. Each car added an uncharged burden to every other person. In fact, everyone on the road was doing all sorts of harm to society without paying the cost. I drove about 150 miles that day and emitted, according to E.P.A. data, about 140 pounds of carbon dioxide. My very presence also increased (albeit infinitesimally) the likelihood of a traffic accident, further dependence on foreign oil and the proliferation of urban sprawl. According to an influential study by the I.M.F. economist Ian Parry, my hours on the road cost society around $10. Add up all the cars in all the traffic jams across the country, and it’s clear that drivers are costing hundreds of billions of dollars a year that we don’t pay for.
This is how economists think, anyway. And that’s why a majority of them support some form of Pigovian tax, named after Alfred Pigou, the early-20th-century British economist. Pigou developed the idea of externalities: the things we do that affect others and that the market is unable to price. A negative externality is like the national equivalent of what happens when you go to dinner with three friends and, knowing that you’ll pay only a fourth of the bill, decide to order an expensive entree. Pigou argued that there are so many damaging things that we do — play music too loudly, drive aggressively — and that we’d probably do less if we had to pay for them.
The $10 I cost the economy was based on Parry’s algorithm, which calculates that drivers should pay a tax of at least $1.25 a gallon. Forty percent of that price, he says, is the cost that each vehicle adds to congestion. Another 40 cents or so offsets the price of accidents if we divided the full cost — more than $400 billion annually — by each gallon of gas consumed. (Only about 32 cents would be needed to offset the impact on the environment.) According to Parry’s logic, if we paid a tax of $1.25 per gallon instead of the current average of 50 cents, the price of gas would increase by about 25 percent to around $4 a gallon, which is still well below what much of Europe pays. But it would still encourage us to drive less, pollute less, crash less, lower the country’s dependence on foreign oil and make cities more livable. Not surprisingly, several studies have found that people — especially in Europe, where the gas tax is around $3 a gallon — drive a lot less when they have to pay a lot more for gas.
The idea of raising taxes to help society might sound like the ravings of a left-wing radical, or an idea that would destroy American industry. Yet the nation’s leading proponent of a Pigovian gas tax is N. Gregory Mankiw, chairman of President George W. Bush’s Council of Economic Advisers and a consultant to Mitt Romney’s 2012 campaign. Mankiw keeps track of others who support Pigovian taxes, and his unofficial Pigou Club is surely the only group that counts Ralph Nader and Al Gore along with leading conservatives like Charles Krauthammer, Alan Greenspan and Gary Becker as members.
Republican economists, like Mankiw, normally oppose tax increases, but many support Pigovian taxes because, in some sense, we are already paying them. We pay the tax in the form of the overcrowded roads, higher insurance premiums, smog and global warming. Adding an extra fee at the pump simply makes the cost explicit. Pigou’s approach, Mankiw argues, also converts a burden into a benefit. Imposing taxes on income and capital gains, he notes, punishes the work and investment that improve society; taxing negative externalities allows the government to make money while discouraging activity that hurts the overall economy.

There are some obvious problems with their approach. Nobody actually knows the precise cost of any negative externality. (Estimates for the collective impact of a ton of carbon range from $1 to $1,500, for instance, which could lead to all kinds of price disagreements on a Pigovian gas tax.) So Mankiw prefers to focus on simpler factors to deduce externalities. It’s not terribly difficult to figure out how many people drive on a certain road per hour and how much time they lose by being stuck in traffic, he told me. Still, he said, “you’ve got to take your best guess.”


Another major drawback is that it’s hard to know where to stop. All of us are constantly affecting those around us in positive and negative ways, which in turn affect the economy, however indirectly. In my Brooklyn neighborhood, I notice that some neighbors have well-tended gardens that make my walk to the subway more enjoyable. Others, less so. (Taken as a whole, they also play a subtle but significant role in determining property values.) Can’t we tax the sloppy and subsidize the beautifiers? Every time someone drops out of high school, he increases the likelihood of crime and reliance on public assistance and decreases the overall rise in G.D.P. Should we tax them? Or their teachers? What about taxing obese people who increase the costs of our health care system? Or should we tax fast-food companies instead? (This fall, voters in California defeated ballot measures to impose a tax on sugary drinks.)
Economics offers no objective criteria for deciding what to tax or by how much. That’s one reason many libertarians, like Russ Roberts, a George Mason University economist, will never join the Pigou Club. Sure, he says, externalities exist, but that doesn’t mean the government needs to tax them. Yet in the past few weeks, there has been intense discussion among some economists about one particular externality: the social cost of gun ownership. A National Bureau of Economic Research study by Philip Cook and Jens Ludwig determined that guns cost society, on average, a minimum of $100 each and as much as $1,800. Some economists say that a Pigovian tax on weapons, rather than strict regulation, could break the political impasse on gun control.
But the economic argument is not persuasive enough to sway the politics. Pigovian taxes are most likely to be adopted in cases like congestion pricing, when everybody paying the cost can instantly see the benefit. Driving always involves negative externalities. It is impossible for even the most careful driver in the most environment-friendly car to avoid negatively impacting others. Guns are different. Some gun owners cause enormous damage, but most cause none at all. What is the societal cost of a gun that has never been used? So far, economists have struggled to come up with a compelling answer.

New York Times

miércoles, 9 de enero de 2013

¿Está el capitalismo de estado imponiéndose?


Is State Capitalism Winning?


By Daron Acemoglu and James Robinson

CAMBRIDGE – In the age-old contest of economic-growth models, state capitalism has seemed to be gaining the upper hand in recent years. Avatars of liberal capitalism like the United States and the United Kingdom continued to perform anemically in 2012, while many Asian countries, relying on various versions of dirigisme, have not only grown rapidly and steadily over the last several decades, but have also weathered recent economic storms with surprising grace. So, is it time to update the economics textbooks?

This illustration is by Paul Lachine and comes from <a href="http://www.newsart.com">NewsArt.com</a>, and is the property of the NewsArt organization and of its artist. Reproducing this image is a violation of copyright law.
Illustration by Paul Lachine

In fact, economics does not say that unfettered markets are better than state intervention or even state capitalism. The problems with state capitalism are primarily political, not economic. Any real-world economy is riddled with market failures, so a benevolent and omnipotent government could sensibly intervene quite often. But who has ever met a benevolent or omnipotent government?
To understand the logic of state capitalism, it is useful to recall some early examples – not the socialist command economies or modern societies seeking to combat market failures, but ancient civilizations. Indeed, it seems that, like farming or democracy, state capitalism has been independently invented many times in world history.
Consider the Greek Bronze Age, during which many powerful states, organized around a city housing the political elite, formed throughout the Mediterranean basin. These states had no money and essentially no markets. The state taxed agricultural output and controlled nearly all goods production. It monopolized trade, and, in the absence of money, moved all of the goods around by fiat. It supplied food and inputs to weavers and then took their output. In essence, the Greek Bronze Age societies had something that looked remarkably like state capitalism.
So did the Incas as they built their huge Andean empire in the century before the Spanish arrived. They, too, had no money (or writing); but the state conducted decennial censuses, built roughly 25,000 miles (40,000 kilometers) of roads, operated a system of runners to send messages and collect information, and recorded it all using knotted strings called quipus, most of which cannot be read today. All of this was part of their control of land and labor, based on centrally planned allocation of resources and coercion.
How is it that societies as disparate as the Greek Bronze Age cities of Knossos, Mycenae, or Pylos, the Inca Empire, Soviet Russia, South Korea, and now China all ended up with state capitalism?
The answer lies in recognizing that state capitalism is not about efficient allocation of economic resources, but about maximizing political control over society and the economy. If state managers can grab all productive resources and control access to them, this maximizes control – even if it sacrifices economic efficiency.
To be sure, in many parts of the world, state capitalism has helped to consolidate states and centralize authority – preconditions for the development of modern societies and economies. But political control of the economy generally becomes problematic, because those running the state do not have social welfare or optimal resource allocation in mind. The state capitalism of the Greek Bronze Age or the Inca Empire was not motivated by economic inefficiency; nor did it necessarily create a more efficient economy. What it did was help to consolidate political power.
At a deeper level, the real dichotomy is not between state capitalism and unfettered markets; it is between extractive and inclusive economic institutions. Extractive institutions create a non-level playing field, rents, and narrowly concentrated benefits for those with political power and connections. Inclusive institutions create a level playing field and give incentives and opportunities to the great mass of people.
But herein lies the problem for state capitalism: inclusive institutions require a private sector powerful enough to counterbalance and check the state. Thus, state ownership tends naturally to remove one of the key pillars of an inclusive society. It should be no surprise that state capitalism is almost always associated with authoritarian regimes and extractive political institutions.
This is not an endorsement of unfettered markets. The state plays a central role in modern society, and rightly so. Modern economic growth, even under inclusive institutions, often creates deep inequalities and tilted playing fields, endangering those institutions’ very survival. The modern regulatory and redistributive state can, within certain bounds, help to redress these problems. But the success of such a project crucially depends on society having control over the state – not the other way around.
To argue that state capitalism’s success proves its superiority is to put the cart before the horse. Yes, South Korea grew rapidly under state capitalism, and China is doing likewise today. But state capitalism emerged not because there was no other way to ensure economic growth in these countries, but because it enabled growth without destabilizing the existing power structure. The genius of China’s state capitalism is that it ensured the continued dominance of Communist Party elites while improving the allocation of resources, not that it alone could have provided price incentives to farmers and then managed liberalization of urban markets.
State capitalism will persist so long as existing elites are able to maintain it and benefit from it – even if economic growth ultimately stalls. And there is a good reason why it eventually will. Sustained economic growth presupposes inclusive institutions, because innovation – and the creative destruction and instability that it wreaks – depends on them. Extractive institutions in general, and state capitalism in particular, can support economic growth for a while, but only the sort of catch-up growth that South Korea experienced from the 1960’s to the 1980’s, before starting to transform its society and economy more radically.
As the low hanging fruit from catch-up growth is consumed, China, too, will be forced to choose between the economic and social freedom, innovation, and instability that only inclusive institutions can underpin and continued economic, political, and social control in the service of the elites who control the state.
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Project Syndicate 





jueves, 3 de enero de 2013

Mercado laboral: Una edad para no perder el empleo


800.000 argentinos de 45 años no logran reinsertarse laboralmente

Se los conoce como "excluidos invisibles"; especialistas opinan que la tendencia se está revirtiendo a su favor



 
Foto: LA NACION / Sebastián Domenech
Los llaman los "excluidos invisibles" porque siempre existieron, pero nunca tuvieron visibilidad. Son personas mayores de 45 años que quedaron al margen del circuito laboral, despedidos de las empresas donde trabajaban o aventurados a buscar nuevos desafíos. Sin quererlo, quedaron atrapados al no poder reinsertarse, una tendencia que se profundizó en la década pasada y aún persiste en la actualidad, aunque con síntomas de revertirse parcialmente.
Se cree que en la Argentina hay 800.000 personas mayores de 45 años que no pueden volver al mercado laboral, ya sean profesionales o no , un fenómeno que se expande hacia toda Latinoamérica y que se profundizó en países de Europa con la crisis que atravesó la Unión Europea. También se estima que el 80% de las ofertas de empleo son para menores de 45, lo que permite contextualizar la situación real.
"Les preguntamos a las áreas de Recursos Humanos de las empresas porqué ponen los avisos de búsqueda de empleo para menores de 40 años y no saben que responder", le dice a LA NACION Tomás Olivieri, director de Diagonal , una Asociación Civil que trabaja en la reinserción laboral de mayores de 45 años .
Según estima, el 80% de las personas entre 45 y 65 años no pueden aplicar a las ofertas de empleo.
Estos datos se sostienen en las estadísticas que manejan en ZonaJobs, portal web especializado para encontrar trabajo. Las cifras indican que en todo 2012 sólo el 14% de las ofertas laborales fueron para mayores de 45 años; el 52% corresponde a mayores de 25 y el 34% a mayores de 34 años.

"Hoy existe una diferencia entre la cantidad de empleos ofertados para los menores de 45 y los que son mayores de esa edad. Esto se evidencia con más notoriedad en algunas áreas de expertos como desarrollo web o marketing online. Es decir, áreas relativamente nuevas, donde experiencias laborales de más de 20 años no ponderan de la misma manera", aporta Santiago Pachano, gerente de Marketing de ZonaJobs .
Esta situación no se relaciona directamente con el grado de formación académica. Tanto los profesionales como la mano de obra capacitada son víctimas de este fenómeno.

NUEVO PARADIGMA

La Asociación Diagonal nació en 2001 a raíz de la crisis que castigó al país. Primero apuntó al desempleo en general pero, desde hace seis años, se centró en las personas mayores de 45 años. Hoy recibe entre 400 y 500 consultas por año. "Hablamos de crear un nuevo paradigma, que valorice a las personas por su edad y los conocimientos que adquirió durante su vida", sostiene Olivieri, técnico en Comercio Internacional y Licenciado en Marketing. "Como sociedad negamos el paso del tiempo, el envejecimiento, de la misma forma que negamos la muerte. Nos quedamos con que lo más bello es lo más joven".
El cambio al que hace referencia apunta a que las empresas modifiquen sus costumbres y acompañen al empleado en un proceso de reubicación en otro puesto de trabajo.
Además, según los especialistas consultados, hay signos que permiten arriesgar que la tendencia se está revirtiendo, ya que los mayores de 45 años están siendo altamente calificadospara cubrir gerencias, puestos jerárquicos o especialidades.
"Se comienza a dar un ciclo hacia la sabiduría, la experiencia", adhiere Iván Puigdemasa, socio fundador de la consultora Quercus . "Hoy los mayores comienzan a vislumbrarse como muy válidos para la reinserción en base a ciertos atributos que la Generación Y no tiene: sabiduría, compromiso, experiencia, apego a las normas y mayor responsabilidad", sostiene.
Son las pymes y las empresas familiares las locomotoras de una nueva corriente de contratación en todos los niveles, ya sea profesionales o mano de obra calificada. "Se están profesionalizando y les dan mayor espacio a los de más de 45 años", explica Puigdemassa. "Las grandes corporaciones están comenzando a tomar el modelo que le marcaron las pymes".
En este proceso de revaloración de las personas con experiencia intervienen cambios sociales en un mercado laboral que no se actualizó. "Hoy la población vive en promedio 20 a 50 años más que en 1900. Es absurdo pensar que una persona es vieja a los 40 años, es violento decirle que a los 50 años no sirve", argumenta Olivieri.
Con este concepto coincide Alejandro Melamed, especialista en Recursos Humanos y autor del libro ¿ Porqué no? Como conseguir y desarrollar tu mejor trabajo . Según cuenta, hay algunas profesiones que califican mejor al individuo de mayor edad. "Hay muchos trabajos que vuelven, pero también hay que encontrar las necesidades del mercado y reciclarse, adquirir nuevas capacidades. Creo que todos vamos a tener una segunda carrera", arriesga.

CÓMO HACERLE FRENTE

El desempleo genera conmoción, causa sorpresa y origina una crisis que desestabiliza, sobre todo si la situación no es buscada. En este punto se ponen en juego distintos recursos de la persona y la recomendación es no tomarlo como un fracaso.
"Buscar trabajo no significa pedir, sino ofrecer", aconseja la psicóloga Milagros Abud, coordinadora del programa de reinserción laboral en Diagonal. Teniendo en cuenta que un mayor de 45 años tarda un año en conseguir trabajo, "se debería direccionar la búsqueda para que este alineada con las competencias, interés y formación de cada persona", destaca.
"Es importante la actualización, seguir capacitándose en las metodologías de búsqueda; no ponerse reacios a las redes sociales ya que son la clave de varios contactos. Pero hay que tener en claro hacia donde ir para contárselo a los contactos", sugiere Abud.
¿Por qué impacta tanto el desempleo? "Si mi identidad se construye solo en base al rol profesional, cuando eso desaparece provoca un gran golpe. Estamos acostumbrados a construir nuestra identidad en base al laburo y no en base a lo que somos más allá", responde la psicóloga.
Según datos de Diagonal, el 50% de los solicitudes de personas que atienden están en trámite de divorcio o ya separados; se reduce el vínculo con el círculo social y sobreviene un duelo con muestras de agresión, reproches, fatalismo y culpas. Pueden aflorar sentimientos de inseguridad, ansiedad, baja autoestima y depresión. Por eso es clave la evasión para no quedarse estancado.
¿De que forma se puede salir? "El desempleado debe entender que es un proceso transitorio y que cuenta con las condiciones necesarias como para conseguir un nuevo trabajo", dice Pachano. Y en los fines prácticos se sugiere cargar los datos en los portales de búsqueda de empleos, utilizar todas las relaciones profesionales y familiares cercanas, y amigarse con las redes sociales para capitalizar al máximo los contactos.
"También es recomendable que durante el tiempo de desempleo, la persona realice cursos de capacitación o de idiomas, además de leer novedades sobre industrias o áreas de su interés para estar constantemente adaptado a las exigencias del mercado y para fomentar contactos específicos", opina Pachano..